Por Violeta Paula Cappella
Cuando tenía exactamente dieciséis años, creí haber cometido un
error grave al sentarme al lado de una mujer, una parienta joven, que me
arruinó muchos años con su comportamiento y me costó muchísimo superar ese momento
tan inmoral.
En casa de mis padres
había una cocina-comedor muy amplia por lo que se solían hacer allí reuniones
familiares con un desfile de parientes de todas las ramas. Una tarde de sábado,
agradable y soleada, hubo reunión y me senté al lado de la joven parienta por
quién yo sentía un gran cariño. No era así con su esposo; para mí, el tipo era
un torturador porque haciéndose el gracioso, me empujaba contra las paredes, me
apretaba con su cuerpo gigante y peludo y así, aprovechaba para tocar mis partes
íntimas sin que ninguno de los presentes advirtiese la obscenidad de la escena.
Otra de sus “gracias” abusivas y cosificadoras de mi ser, era lamer mi rostro
con la excusa de “ensuciar mis anteojos”.
Pero volvamos a ese
sábado, cuando el afuera era bonito y el adentro se convirtió en un infierno: A
Dios gracias, en los primeros minutos de la reunión fui feliz porque el tipo no
estaba, me salvé de las lamidas en mi rostro y de los manoseos. Me senté entre
la esposa del coso y mi madre; ambas gozaban oculta, inmunda y oscuramente cuando
el tipo abusaba de mí y para empeorar, mi madre me decía: Sos una maricona, no te aguantás ni una bromita de… (me prohíbo
escribir el nombre de ese destructor de mi persona porque esa familia está
emparentada con la “ley”).
Frente a mí estaban sentados
a la mesa mis tíos, mi padre y en algún lugar estaría sentada mi hermana, quien
por su edad, se aburría horriblemente, como corresponde. También para mí las
conversaciones de adultos eran aburridas, sin embargo, de vez en cuando podía
acotar algo relativo a la escuela, un libro que estuviese leyendo o tal vez una
noticia sobre música.
Sobre muchachos, tema
trascendente para toda adolescente, yo no podía hablar. Mi padre me amenazaba todos
los días encorvándose sobre la mesa, generalmente de noche y mostrándome los
dientes amarillos, apretados, con un sucio olor a cigarrillo y repetía: Si vos traés un noviecito a casa, yo lo cago
a trompadas, ¿entendiste? Por lo cual, viví una adolescencia de monja de
claustro porque también tenía prohibidas las salidas; mi padre me decía una y
mil veces: vos vas a ir a bailar el día
que meen las gallinas. Así las cosas, sentada entre ambas mujeres, me
relajé, comencé a disfrutar de las masitas, del té, de las infaltables facturas
y de algunas otras delicias de la panificación rosarina.
Como el clima era
templado, vestía ese día una falda negra de una encantadora tela aterciopelada que
me cubría las rodillas pero que, cuando me sentaba, se subía un poco -como
sucede con toda falda- y quedaba unos dos centímetros arriba de las rodillas.
Completaba la vestimenta, una camisa de tela símil dénim azul claro de mangas
cortas, ambas prendas confeccionadas por mi madre y que yo portaba orgullosa
porque me parecían muy bonitas.
Pasados unos minutos de
comenzada la reunión, la mujer miró mi falda y dijo (lo recuerdo
perfectamente): Qué linda telita, qué
suavecita. Y colocó su mano sobre mi muslo, cubierto por la falda. Así
permaneció su mano quieta durante unos minutos, luego comenzó a moverla mientras conversaba animadamente sobre temas, a los que yo ya les había dejado
de prestar atención, porque mi atención completa se desvió a esa mano que se
había posado sobre mi rodilla.
La mano comenzó a
friccionar mi rodilla y a un ritmo muy lento emprendió el ascenso por debajo de
mi falda. Mi situación se tornó catastrófica, sentí que me descomponía, me puse
tiesa, inmóvil, tenía pánico porque no podía hacer nada.
No podía levantarme y
darle una cachetada, no podía gritar, no podía decirle a mi madre, que estaba a
mi lado porque seguramente me iba a gritar lo de siempre: ¿Qué querés? ¡Vos siempre molestando! No podía levantarme
intempestivamente, como lo deseaba, porque mi madre me iba a gritar: ¿A dónde vas? ¡Vení para acá y sentate,
maleducada!
La mano siguió el curso de
mi muslo, siempre acariciando, yendo un poquito hacia abajo y luego hacia
arriba cada vez más. Me dije a mí misma que no podía llorar, aunque la angustia
ya me había provocado un nudo groseramente enorme en la garganta. Ni tan
siquiera me atrevía a mirar hacia mis piernas. El pánico, la desesperación y la
congoja se habían apoderado de mí.
La mano siguió y llegó a
mi bombacha e intentó meter sus dedos dentro. Me horroricé a un más, me moví
bruscamente y corrí la silla más cerca de mi madre. La mujer se ofuscó conmigo
y haciéndose la mandamás dijo en un tono entre el enojo, la soberbia de los
malos docentes y la ofensa: ¡Bueno, no
sabía que te estaba molestando, perdón! (Fue docente de un importante establecimiento educativo, por eso lo digo)
A media voz, le dije a mi
madre al oído que iba al baño. La verdad es que no podía hablar a causa de la
colosal angustia que sentía. Y allí me encerré, temblando de miedo y
profundísimo dolor en el pecho; lloré en silencio, abriendo muy grande la boca y recuerdo
que solo salía de mi garganta un sonido similar a un silbido agudo y tenue,
prácticamente inaudible. Me vi al espejo y me sentí horrible, totalmente
desencajada; mi rostro estaba rojo, mojado por las lágrimas, contraído por el espanto
y un hilo de saliva pendía de mi boca. Me paralicé.
Permanecí en ese estado de
pánico durante algunos minutos. Me dolía el alma, el pecho y la mandíbula. Me lavé la
cara, las manos y al oler el aroma a jazmín del jabón, pensé, lo recuerdo
perfectamente: los jazmines son las cosas
buenas de la vida y tuve que ir nuevamente a la reunión, como siempre, como
si no hubiera pasado nada, como si no hubiera habido un nuevo y terrorífico ABUSO.
Me senté otra vez entre
ambas mujeres. Olí mis manos y estaban tan limpias, tan pulcras, tan
respetables, tan bellas, tan llenas de jazmín que sentí un ínfimo e íntimo alivio.
Mi mente me alertó: “NO ES
TU CULPA, NO ES TU CULPA, NO ES TU CULPA”, pero mi alma ya estaba rota.
EL BULLYING Y EL ABUSO NO SE
OLVIDAN NI SE PERDONAN.
Si algo así, pasó o pasa en tu niñez, adolescencia o juventud,
con la complicidad de parientes, conocidos o amigos, no dudes en anunciarlo,
conversarlo, escribirlo, denunciarlo y desahogarte.
No perdones a un/a degenerado/a, porque hoy sos vos, mañana es
otra chica y luego otra más.
El degenerado siempre encuentra una víctima para satisfacer su
obscenidad y buscará la manera de parecer gracioso ante los demás, de encontrar
cómplices y abusar de vos a sus anchas.
Y no te olvides, que el abusador siempre quiere más, escala en
su inmoralidad y pretenderá amarrarte a su acto degenerado, tratando de
convencerte de que eso que hace es un juego, una diversión, donde el único que
se divierte es él y, en este caso en particular, ELLA...
#NoCallarás
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